domingo, 6 de marzo de 2011

DE LOS ÁRBOLES

Durante los años de adolescente, mi vida fuera del colegio giró alrededor del ‘Campo Grande’. Este era el parque más extenso de la ciudad, y se encontraba en las proximidades de mi casa.
En los muchos momentos de espera, ya que mis amigos solían llegar un poco más tarde que yo, me complacía observar los árboles que marcaban los caminos ajardinados de su interior, mientras el tiempo transcurría lentamente. Plátanos, chopos, olmos, palmeras chinas, cedro del Líbano, castaños de indias, el árbol del amor, arces…
Estos se mantenían en un escrupuloso silencio, puesto que ya se sabe, los árboles hablan poco. Observan la vida de cuantos se acercan a ellos, transmitiendo la sensación de estar meditando, mientras mueven sus ramas.
A la llegada del otoño, sus hojas caen secas por el riguroso calor del verano; los más viejos hablan entre ellos, pero su voz es tan queda, que se pierde entre el ruido de la hojarasca.
Entre sus ramas encuentran cobijo, tordos, pavos reales, alondras, gorriones, faisanes, palomas, ardillas…
Si alguien pretendiese escribir un libro, sobre los pensamientos que emanan de ellos, lo tendría difícil. Sólo el rumor de sus ramas, cuando el viento las mece a su merced, o al atardecer el grito del pavo real en su cortejo a la hembra u otros sonidos, nos dan señales de un vida intensa pero silenciosa. 


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