jueves, 12 de julio de 2012

JUNTOS EN LA ETERNIDAD


Que el aforo del teatro estuviera al completo, indicaba que aquella iba a ser una noche especial. Infinidad de argentinos llegados desde diferentes puntos del país, se habían reunido allí, para asistir a la presentación de un nuevo espectáculo sobre el tango.

El murmullo de las conversaciones, que se encontraban en su momento más álgido, cesó en el momento que el sonido de un timbre, anunció a los asistentes que estaba a punto de dar inicio la función.

Las luces de la sala se fueron apagando lentamente, mientras que desde la parte superior de la platea, unos haces de luces de colores se proyectaron sobre el área escénica. Una vez abierto el telón, el público observó sobre el escenario cuatro parejas de bailarines, que al son de un bandoneón, cuyas notas tristes llenó de nostalgia al público porteño, comenzaron a bailar para los asistentes.

Los ojos de una de las bailarinas derramaban lágrimas a borbotones, como expresión de la tristeza que la invadía. Su pareja, ensimismado con el ritmo de la pieza, ni siquiera se percató. Cuando la música llegó a su final, el bailarín cayó fulminado sobre el escenario. El grito de la mujer hizo pensar al público en lo peor. Y así fue, el hombre había muerto.

Ahora, además del llanto la bailarina añadió a su rostro, una mueca de dolor. Ella sabía que aquello podía ocurrir, pero eso no aliviaba su pena. Las lágrimas habían desdibujado el carmín de sus labios y estas, resbalaban por su barbilla como un reguero de sangre.

El día después del entierro, a la misma hora en que los sepultureros sellaran la tumba, Elvira llegó al cementerio. Se despojó de la ropa que la envolvía, dejando ver su traje negro de baile. De pronto, de un cassette comenzaron a salir las notas de un bandoneón mientras, que la bailarina se deslizaba frente a la tumba de su amado al son de la música. Sergio, un joven enterrador, observaría durante muchas jornadas aquella escena, hasta que una mañana Elvira no apareció.

Dos días más tarde, una pequeña comitiva mortuoria paraba ante la tumba de Ismael. El dueño del teatro viendo que Sergio los miraba sorprendido, le preguntó:

—Joven ¿conocía usted a Elvira?

Éste asintió. Cuando la comitiva marchaba, un miembro del grupo se acercó y le dijo:

—Los hemos enterramos juntos, ya que eran amantes.

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