Cuentan, que
Isla Esmeralda era uno de los reinos más ricos que se conocían, de entre todos
aquellos que se encontraban esparcidos por las inmensas aguas de aquel Océano. Además
de una situación privilegiada, tenía como principal actividad la explotación de
las minas de esmeraldas, de cuyas profundidades extraían gran cantidad de
riquezas. De la comercialización de su producto dependía la vida de sus
moradores.
Por la época
de esta historia, gobernaba aquellas tierras la reina Salima, mujer de una
belleza extraordinaria. El problema surgió al cabo de los años, cuando ésta se
enteró de la existencia de una muchacha (llamada Alma) que era hija de un
prohombre del reino. La joven competía en belleza con ella. Salima, envidiosa
de aquel encanto que apagaba el suyo, mandó a escondidas a tres de sus mejores
guardias, que la raptaran y la llevaran a lo más hondo de una de las minas
cercanas al acantilado.
Los soldados,
que habían escuchado las mil y una leyenda que sobre aquella mina de esmeraldas
se contaban (entre ellas, la de que en su interior se refugiaba un dios con
cuerpo de dragón), abandonaron a la joven en medio del frondoso bosque, que
había en las proximidades.
Sabedores de
la crueldad que representaba su acción, la explicaron con lágrimas en los ojos,
que su reina les había dejado claro que debían matarla, por lo que si intentaba
regresar a la ciudad, se verían obligados a cumplir la orden.
Así que, cuando
los soldados marcharon, Alma se encontró sola y perdida en aquellos parajes. Sus
pensamientos fueron para su familia. Ella era la hija pequeña de un noble del
reino y tenía cinco hermanas. Suspiró al pensar, que sus padres la estarían
buscando en ese momento, aunque dudaba que la pudiesen encontrar.
El silencio
que reinaba en el lugar, sólo era roto por el acompasado sonido de copetones,
petirrojos y mirlos, pájaros que habitaban en las copas de los mil y un árbol
que allí había. La joven caminó durante horas, hasta que el cansancio la obligó
a parar. Se recostó sobre las raíces de un roble y quedó dormida.
Navegando por
las brumas del sueño, se encontró de pronto ante las puertas de un palacio
situado en medio de la espesura de aquel bosque. La joven dirigió sus pasos
hacia la entrada y vio como esta se encontraba abierta. Entró y quedó
sorprendida al ver el lujo que había en su interior. Decidió esperar para ver
si alguien salía a su encuentro y al comprobar que no era así, se dispuso a recorrer
sus diversas estancias.
En el salón había
dispuesta una mesa, con toda clase de viandas preparadas para ser consumidas. Notó
como su estómago la indicaba, que hacía horas no había comido nada, así que ni
corta ni perezosa se sentó a la misma, y degustó algunos de los manjares. Bebió
zumos de diferentes frutas y sintió como poco a poco, el hambre se apagaba y la
invadía un cierto sopor. Así que se levantó y subió hasta el piso superior
buscando una habitación.
Entró en la
cámara principal, donde encontró una cama inmensa bajo un lujoso dosel. Las
ropas que la cubrían eran de una gran exquisitez; los suelos estaban cubiertos
de alfombras, mientras que las paredes lo eran de bellos y trabajados tapices.
Un tocador con espejos, cepillos de plata para el pelo y una lujosa caja de
joyas sobre un pequeño mueble, eran parte de su lujoso mobiliario. Se tumbó y
al rato quedó dormida.
La sombra
deforme, que se hallaba oculta tras las cortinas, al contemplar la belleza de Alma
sintió los pálpitos de su corazón tan fuerte, que al igual que en otras
ocasiones, aquél perdió su gruesa piel. Ella no supo cuando, pero notó como
alguien se tumbaba a su lado. Intentó abrir los ojos, pero fue en vano. Una
dulce melodía comenzó a llegar hasta sus oídos. Eran palabras de amor,
expresadas con una dulzura desconocida por ella hasta ese momento, y que ya en
su interior acabaron por excitarla. Mientras, el contacto con aquel cuerpo
incendiaba y alimentaba la pasión.
Aquella
sombra que se había alojado sobre ella, se separó un momento. Luego, notó como
unas manos suaves la despojaban de sus ropas, dejándola desnuda. Seguidamente
volvió a sentir el calor de aquel cuerpo, que al penetrar en el suyo la poseía.
Al amanecer
despertó sobresaltada. Su cuerpo desnudo estaba cubierto por las finas ropas de
la cama. A su lado no había nadie. Vestida de nuevo, bajó al comedor de la
noche anterior. La mesa se hallaba de nuevo dispuesta con comida y frutas
recién cogidas.
El día
transcurrió en la más completa soledad, a excepción de la visita de las
numerosas aves que se posaban cerca de ella. Ésta las miraba con tristeza y les
echaba migas de pan para que comieran.
Cuando de
nuevo llegó la noche, volvió a tenderse sobre el tálamo y ya acostada, notó
como su amado volvía a estar a su lado. Se sintió feliz.
Al alba,
nuevamente éste la había abandonado. Se preguntó que motivos tendría para ello,
ya que según él la había dicho, el placer que le producían los encuentros era
idéntico al suyo. Ahora ante la separación,
la invadió una inmensa tristeza.
Los días y
las noches se sucedieron con idéntica simetría, hasta que en uno de sus encuentros
se atrevió a decirle, que le gustaría poder ver a su familia. Notó una leve
convulsión de la sombra, que se hallaba tumbada sobre su cuerpo. Sin embargo, aquella
voz suave que solía mecerla le dijo:
—Podrás
verlos aquí con una única condición: no harás caso a las propuestas que éstos te
insinúen.
Así fue como
días más tarde, recibía la visita de su familia al completo. Las hermanas
envidiosas de la felicidad de Alma, no pudieron estarse de dejar caer la duda
sobre el desconocido.
—Si no se
deja ver, debe ser un monstruo. Si no, no lo entendemos…
Aquellas
palabras calaron en la joven creando en ella una gran duda. Él se sintió
traicionado y a causa de la desazón que le produjo, volvió a transformarse en
el dios dragón que habitaba en la profundidad de la mina.
Alma despertó
agitada del sueño que había tenido. No recordaba jamás haber sentido, lo que
durante su sueño había ocurrido. Miró sus ropas, y vio que eran las mismas que
llevaba cuando la abandonaron los soldados. Buscó con la mirada el palacio y
vio que este no estaba allí; no había nada. Continuaba sentada sobre las raíces
del roble, donde el miedo y el cansancio la habían obligado a sentarse.
Se levantó y
comenzó a andar por entre aquellos tupidos árboles, que sólo permitían pasar
levemente los rayos del sol. Vagó durante horas sin que ocurriese algo que la
sorprendiera, hasta que ante si apareció la cima de la montaña, donde
supuestamente se encontraba el lugar, donde tenían que haberla abandonado los
soldados de la reina.
Cuando estuvo
cerca de la entrada, oyó un rugido intenso y recordó las palabras del soldado
cuando éste la indicó, que allí habitaba un dios con cuerpo de dragón. De
pronto, sintió que las fuerzas la abandonaban y se refugió entre unas rocas.
Estas la protegerían ante el ataque de cualquier animal. Nuevamente se sumergió
en su sueño.
Volvió a
encontrar el palacio de su amado. Sació su hambre con los ricos manjares y
calmó su sed al beber aquellos zumos deliciosos. La noche se extendió sobre el
lugar y ya dormida sintió las caricias esta vez de unas manos deformes.
Sobresaltada abrió los ojos y parpadeó sucesivamente para aclarar su visión.
Allí estaba el dragón de la mina. Quiso huir pero algo se lo impedía.
El dragón
comenzó a hablar y el sonido de su voz era para Alma, el mismo que la meciera
durante tantas noches en el palacio.
—No temas, no
voy a hacerte daño ¿Recuerdas las noches que hemos pasado juntos? —la preguntó.
Ella asintió.
Luego lo miró y se percató que sucedía algo raro. Cuando sus pensamientos la
llevaban a recordar los sucesos de aquellas noches, en que la sombra se había
recostado sobre ella, veía a un dios con una belleza extraordinaria; pero
cuando miraba al dragón y su fealdad y recordaba las palabras de sus hermanas,
sentía como si el mundo fuera a desaparecer.
— ¿Me das un
beso? —La preguntó el dragón.
Alma pensó
que no tenía nada que perder, puesto que aquel ser no la había infligido mal
alguno. Se acercó a él y besó su cara. Cuando abrió los ojos para separarse del
monstruo, contempló la metamorfosis que se había producido. Era el dios Eros,
que con una sonrisa burlona la abrazaba.
Como si
aquello fuese una señal, juntos surcaron el espacio en busca del Olimpo,
llevados por Céfiro (dios del viento del oeste).
Alma no
regresaría nunca más a Isla Esmeralda, ya que Eros obtuvo de Júpiter, el
permiso para que ésta viviera con él en el Olimpo. Mientras, Eros nunca más
sería el dragón infame que asustaba a la gente del lugar, cuando a causa de las
traiciones sufridas, se convertía en un dios dragón. El amor verdadero de una
mortal como Alma, lo había salvado.
Contento los
dioses, de que al final Eros hubiese conseguido el amor de Alma, permitieron a
ésta beber la ambrosía, convirtiéndose de esa manera en un ser inmortal.
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