-No me creo que llames desde El Bonillo
Esta fue la repuesta unánime, que recibí de mis amigos, cuando años más tarde, les llamé para decirles, que nosotros habíamos regresado a ese lugar.
Después de esta escueta respuesta, nadie más regresó. Así, que me quedé con las añoranzas de un tiempo vivido y que ya no se repetiría.
Al atardecer, sentado en las escaleras de la Iglesia, repasé mentalmente el último día vivido en su compañía.
El Bonillo era una población pequeña, cuyas calles estrechas, servían para proyectar sobre ellas la mayor sombra posible, evitando el aluvión del calor de mediodía. Casas blanqueadas y tejados rojizos, que le daban un aspecto fantasmal, cuando el sol ocupaba la mayor parte de ellos.
Durante el día, una luz intensa se cernía sobre el pueblo, y ante aquel fuego devorador, debíamos recluirnos en el interior de nuestras casas hasta la media tarde.
Pasado el torbellino de fuego, el pueblo recuperaba el pulso y las gentes ocupaban las calles, sin embargo, nada había que evitara el calor. Abanicos, helados, polos, agua fresca... todo era inútil.
Al anochecer comenzaba la vida. Las gentes sacaban a la puerta de sus casas, mesas y sillas, para cenar al aire libre, evitando así el calor del interior.
Luego la tertulia; futbol, política, y juegos de cartas, mientras, que las señoras, se ponían al corriente de los mentideros de la capital.
Para nosotros era el momento de jugar. De madrugada, nos recluíamos; agotados por el calor y el cansancio de los juegos, caímos en un sueño inquieto, pero suficiente para reponer fuerzas.
Las mañanas, luego de arreglados y desayunados, montábamos en las bicicletas y nos llegábamos a la orilla del arroyo. Ante la ausencia de agua en él, aprovechábamos la balsa del tío Gimeno, para darnos un baño.
El tiempo transcurrió inexorablemente. Acabadas las vacaciones, y por lo oído a nuestros mayores, aquel sería el último verano que pasaríamos juntos.
Las lágrimas acudieron puntuales al encuentro con nuestra pena. Pero en nuestro espíritu, quedaría la promesa de mantener el fuego de aquella amistad.
Tristes y sin ganas de jugar, transcurrió la tarde en el mismo lugar que ahora me encontraba. Cada uno expuso, lo que había supuesto para él aquellos años. La cena resultó triste y silenciosa. Las familias recogieron sus enseres y los cargaron en el coche. Al día siguiente, iniciaríamos el camino de regreso a la gran ciudad.
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